Escribir para seguir cuentos #1: Gordofobia

A Lucía

Ocho años tenía yo cuando me di cuenta de que ser gordo o gorda era un asunto sombrío. Algo que no se penalizaba, pero que en el aforo de la cotidianidad estaba terminantemente prohibido. Se podía ser cualquier cosa en la sociedad contemporánea, menos gorda.

Hacían 18 horas que mi abuelo había fallecido, fue el primer muerto que vi en mi vida y aunque siempre pensé que me iba a asustar mucho cuando lo viera, no fue así. Seguía siendo el hombre más adorable del mundo, sus cachetes palidecieron un poco, se volvió amarillo como la raza de la que provenía, pero aún conservaba ese esbozo de media sonrisa picaresca que jamás lo abandonaba.

Impecable como siempre dormía el sueño del misterio, de punta en blanco, hasta los mocasines de charol. Sólo su pañuelo de seda multicolor rompía el hechizo de algodón en el que seguía soñando nuestras siestas calurosas. En sus bolsillos grandes se conservaban bien guardados los caramelos duros y los chupetines con chicle globo que audazmente nos compraba.

Mientras pensaba en eso, empecé a dibujar en la arena del patio trasero del Parque Serenidad con una ramita de tajy amarillo que encontré en el suelo. Iba por medio corazón cuando escuché la voz de dos hombres que hablaban a pocos pasos como cuchicheando.

Uno de ellos le decía al otro entre risas burlonas: –¿Viste lo que era la panza del gordo? ¡Casi no entraba en el ataúd!– Reían. El segundo no hablaba, pero asentía a carcajadas con idéntica crueldad.

Seguí dibujando, completé mi corazón y escribí la inicial de su nombre en el medio. Yo amaba a ese gordo con toda mi alma y todavía no sabía cuánto llegaría a extrañarlo. Luego de unos minutos, cuando ya no sentía las voces del dolor, levanté la cabeza y caminé como una zombi a su encuentro. Lo miré de arriba a abajo repetidamente en una letanía de insomnio y me percaté por primera vez en mi vida que mi abuelo era gordo, que tenía papada de sapo, que era un error de la naturaleza y entonces lloré desconsoladamente. En eso sentí la mano suave de mi mamá en el hombro, se agachó, me abrazó y me dijo que el abuelo ya estaba descansando en paz.

Esa noche me costó muchísimo conciliar el sueño, descubrí que yo tenía sus mismas piernas anchas y que mis cachetes eran tan pomposos como los de él. Por primera vez en mi vida sentí pánico. Una semana después mamá y tía Bea lo recordaban en la cocina. En un momento escuché cuando mi tía le decía que yo era igual a él, que se fije de controlarme la comida. Mamá rió y respondió: –¡Dejale, es chica, que sea feliz! ¡Ya va a tener tiempo de hacer dieta como nosotras!

Curiosa busqué en Google el significado de la palabra dieta. Tal fue mi asombro

cuando leí con dificultad de principiante. “Dieta: Abandono total o parcial de cualquier alimento sabroso. Su práctica habitual puede ocasionar tristeza permanente y pérdida de la sonrisa”.

Mi abuelo era un hombre excéntrico para su época, único hijo varón de un japonés y una paraguaya. Amaba el whisky, lo tomaba ritual y exclusivamente on the rock. Tenía la voz ronca de fumador precoz, era terriblemente seductor, parecía un actor de cine italiano, gracioso y sarcástico. Me resultaba imposible pensar que ese hombre tan feliz se hubiese pasado la vida entera siendo gordo.

Unos meses después, en el cumpleaños de papá, escuché a tío Osvaldo hablando con mi mamá de una tal Jimena. A mi tío le brillaban los ojos cuando le decía que la encontró después de 5 años, se había hecho un bypass gástrico y estaba flaquísima (acentuó la palabra con devoción cuasi religiosa).

Recurrí de nuevo al oráculo del siglo XXI y busqué bypass gástrico. Terminé de leer aterrorizada y desde ese momento empecé a llorar con un desconsuelo de éxodo. Lloré sin parar todo un año con sus días y sus noches, en verano y en invierno, en cada rincón de la casa. Mirando atardeceres, jugando con mi perro, hablando con mis muñecas. Lloré en el colegio y en cada cumpleaños, lloré en la plaza y en el patio. De día lloré sin lágrimas, de noche en mi habitación a lágrima viva. Empapé la almohada, el colchón, la alfombra, tuve que cegar la puerta para que el raudal de lágrimas no saliera de mi habitación e inundara mi casa, el barrio, la ciudad y todo a su paso.

Casi diez años después, a pocos días de cumplir 18 años, me miré al espejo y con una sorpresa de espanto, me vi reflejada con los mismos cachetes de mi abuelo, su papada, una idéntica barriga y sus brazos anchos. Empecé a sudar frío, se me nubló la vista, sentí que caía en un abismo de terror hasta que desperté sobresaltada con una angustia de muerte. Acaricié asustada cada una de mis 24 costillas a la vista, palpé mi prominente clavícula, golpeé mis pómulos cadavéricos con los nudillos de unos dedos raquíticos y suspiré por fin con un alivio de orgasmo.

Recordé a mi abuelo, observando fijamente el gélido azul de la luz ubicada en el cielo raso de la habitación que tanto detesté en los últimos años. Mientras escuchaba complacida el beep feneciendo lentamente en la máquina que controlaba mi frecuencia cardiaca y esbocé victoriosa cerrando los ojos, su misma media sonrisa picaresca, a modo de revancha. 




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