Escribir para seguir #14

Mi mamá y yo, ritualmente, vencemos a la distancia desde la cocina. Cada vez que me pongo manos a la obra la pienso, cocino como si ella lo fuera a comer y me esmero mucho. Quiero que le guste porque siempre fue la mejor haciéndolo, y porque ella me enseñó que alrededor de una mesa compartida, pasan a menudo las mejores y más importantes cosas de la vida.

Cada vez que hago algo rico le saco una fotito con el celu y se la mando. Ella la recibe a 1.202 km de distancia, se le dibuja una sonrisa amplia en el rostro, porque se imagina cómo van a saborear sus pichichos. El otro día, el Jueves Santo, sucedió algo inusual. Cuando empezábamos a comer la “Última Cena”, justo antes de empezar, les digo a mis hijos: –¡Esperen! ¡Que hago una foto!
Ellos a dúo, supongo que ya hartos de mis requerimientos fotográficos, me respondieron: –¡Ay, mamá! ¡Cómo presumís con la comida! Carcajadas, muchas.
La verdad es que me dio mucha risa, porque la realidad es que yo sólo se las envío a mi mamá, y a veces también a mis hermanos, que comparten el chat familiar. Pero sobretodo, porque esa misma mañana temprano, mi madre ya me había dado los buenos días preguntando, qué iba a cocinar esa noche.
Si bien el abrazo, las caricias, un encuentro de miradas profundo, la cervecita helada que te pone al día, son joyas preciosas en la vida. Nosotras, las migrantes, las viajeras, sabemos que la compañía, el encuentro de corazones –cuando se hace lo necesario– puede traspasar todas las fronteras y océanos de la tierra.
Certeramente diría un tal Marinozzi, si aprendemos cómo, nos podemos sentir abrazados a un amigo que está a 6.768 km y muy lejos de otro que está a dos cuadras. Las almas tienen esas cosas inexplicables, y son tantas las maneras de ser y de sentir, que los lugares en los cuales nos sentimos a salvo, no tienen tanto que ver con la proximidad física sino con la conexión del alma…
Y del amor, siempre del amor.
Felices Pascuas per tutom.
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